Mujeres feas las hay a montones en la tierra. Pero la mujer de quien voy a contarles era mucho más que espantosa; era un monstruo. Tenía una nariz, una boca, unos ojos…que será mejor que no les describa. A este horrible ser, se le conocía como la Madre Barrabás.
La Madre Barrabás llevaba siempre la escoba en la mano. Con ella limpiaba la casa, amedrentaba a quienes le faltaran al respeto y le pegaba a su hija. ¡Ah! Había olvidado mencionar que tenía una hija, Isabel.
Isabel era una muchacha bastante bonita, pero en extremo perezosa y de una gran vanidad. Por más que la madre la golpease e insultase, no hacía nunca nada. Odiaba el trabajo, cual ratón al gato. Se pasaba todo el tiempo mirándose al espejo o durmiendo. También gustaba de sentarse frente a la ventana, para que cuantos pasaran la admiraran. La aguja y la escoba eran para ella como serpientes venenosas. Ni siquiera el dedo por encima les pasaba.
Viendo que era absolutamente imposible sacar partido de aquella muchacha, cierto día la Madre Barrabás, muy indignada le dijo:
-¿Qué haré contigo, holgazana?, ¡Ojalá llegue pronto para ti un marido! Cualquiera, aunque sea el mismísimo diablo y con él te lleve al infierno.
Sabido es que el diablo acude siempre que se le llama.
Al pueblo donde vivían ambas mujeres, llegó en cierta ocasión un extranjero. Nadie sabía de dónde venía. Era un joven apuesto y elegante, con una voz cálida y armoniosa. Pronto todas las jovencitas cayeron enamoradas de él.
Mas el hombre demostró desde un principio un vivo interés por Isabel. Ella se sentía orgullosa y feliz por aquella distinción.
-¿Cuándo será la boda?- preguntaba la vieja madre con una risita maliciosa.
- No lo sé. Creo que pronto- respondía Isabel.
Y en efecto, el novio no quería esperar. Pidió la mano de la muchacha y quedó convenido el matrimonio.
Después de la solemne ceremonia, la Madre Barrabás quiso hablar en secreto con su hija.
-Supongo que te gustaría que tu marido siempre fuera honrado, trabajador, amable y amoroso. Para que esto se cumpla, en cuanto te quedes a solas con él, deberás cerrar herméticamente la puerta y la ventana de la alcoba.
Al decir estas palabras, la vieja dio a Isabel un vaso con agua bendita.
-Y en seguida- añadió- rociarás a tu esposo con el agua de este vaso.
La joven esposa cumplió escrupulosamente las indicaciones de su madre. Cerró con llave y cerrojo puerta y ventana en su aposento nupcial, y con un rápido movimiento arrojó sobre su marido el agua del vaso.
Con gran terror de la joven, el hombre echó a correr por la habitación gritando como un loco. Buscaba sin éxito una salida por donde huir. Isabel comprendió, al fin, que aquel desdichado no podía ser otro más que el diablo en persona y no se asombró al verle salir, lanzando un agudo silbido, por el agujero de la cerradura.
Pero la Madre Barrabás, que era muy astuta, había colocado al otro lado de la puerta una gran cacerola y de este modo, cazó en una trampa al pillo. Cerró el recipiente con presteza y así el rey del Infierno, pese a todas sus protestas, aullidos e improperios, quedó prisionero.
La vieja escondió la cacerola en la alacena y a partir de ese momento Satanás no molestó a los hombres. En ese entonces reinaron la dicha y la paz sobre la tierra. No había odio, engaño ni envidia. El mal había desaparecido.
Isabel encontró después un esposo cariñoso y fiel con quien vivía en una cómoda y linda casita. Ya no era enemiga de la escoba ni de la aguja. Trabajaba desde la mañana hasta la noche.
Un día, la Madre Barrabás salió de casa para visitar a su hija. Y rogó a su sobrino Juan, que era soldado, que cuidara la casa por ella.
-Solo te encargo una cosa: no destapes la cacerola que está guardada en la alacena.
-La curiosidad no es un defecto en mí, querida tía. Vete tranquila, no tocaré nada.
Pero al quedarse solo Juan, oyó una vocecilla débil e implorante que decía:
-¡Libérame, por favor! ¡Soy tan desdichado…!
¿Quién gritaba así? El soldado escudriñó en todos los rincones de la casa.
-¡Libérame, libérame!
Era algo realmente misterioso. ¿De dónde venía aquella vocecilla? El soldado instantáneamente olvidó la indicación de la Madre Barrabás. Abrió la alacena, tomó la cacerola y, no sin esfuerzo, levantó la pesada tapadera de hierro.
De la peculiar prisión, salió de un brinco el mismísimo diablo. ¡Pero qué escuálido estaba, el infeliz! Y sin dar siquiera las gracias a Juan, quien le miraba boquiabierto, huyó como un relámpago. E inmediatamente llovieron sobre la tierra los males que hacen tan triste la vida de los hombres: soberbia, odio, engaño, envidia, entre otros tantos.
Al saber de la fuga de su prisionero, la Madre Barrabás se entregó a la más violenta desesperación. Lloró, se arrancó los cabellos y golpeó con la escoba al soldado. En su desesperación, la desgraciada murió.
Una vez muerta, fue a tocar a las puertas del Infierno.
-¿Quién es? – preguntó el portero de aquél tétrico lugar.
-Soy la suegra del diablo, la Madre Barrabás, que pide entrar.
¡Maldición! – chilló Satán - . Cerrad puertas y ventanas; tapad los agujeros, todas las grietas. Esa bruja no debe poner los pies en mi reino. Su malicia trastornaría el mundo infernal. Que se vaya, que se vaya a otra parte.
Se oyó un gran estrépito; puertas cerrándose con estruendo, martillazos, cerrojos.
-¡Vaya, vaya! – dijo la Madre Barrabás, echándose a reír - . Se ve que Belcebú me teme.
La cosa le pareció divertida y, sin dejar de reír, fue a buscar un sitio en el Purgatorio.
Leyenda del folklor español
Adaptación de Itzel Escoto
Viendo que era absolutamente imposible sacar partido de aquella muchacha, cierto día la Madre Barrabás, muy indignada le dijo:
-¿Qué haré contigo, holgazana?, ¡Ojalá llegue pronto para ti un marido! Cualquiera, aunque sea el mismísimo diablo y con él te lleve al infierno.
Sabido es que el diablo acude siempre que se le llama.
Al pueblo donde vivían ambas mujeres, llegó en cierta ocasión un extranjero. Nadie sabía de dónde venía. Era un joven apuesto y elegante, con una voz cálida y armoniosa. Pronto todas las jovencitas cayeron enamoradas de él.
Mas el hombre demostró desde un principio un vivo interés por Isabel. Ella se sentía orgullosa y feliz por aquella distinción.
-¿Cuándo será la boda?- preguntaba la vieja madre con una risita maliciosa.
- No lo sé. Creo que pronto- respondía Isabel.
Y en efecto, el novio no quería esperar. Pidió la mano de la muchacha y quedó convenido el matrimonio.
Después de la solemne ceremonia, la Madre Barrabás quiso hablar en secreto con su hija.
-Supongo que te gustaría que tu marido siempre fuera honrado, trabajador, amable y amoroso. Para que esto se cumpla, en cuanto te quedes a solas con él, deberás cerrar herméticamente la puerta y la ventana de la alcoba.
Al decir estas palabras, la vieja dio a Isabel un vaso con agua bendita.
-Y en seguida- añadió- rociarás a tu esposo con el agua de este vaso.
La joven esposa cumplió escrupulosamente las indicaciones de su madre. Cerró con llave y cerrojo puerta y ventana en su aposento nupcial, y con un rápido movimiento arrojó sobre su marido el agua del vaso.
Con gran terror de la joven, el hombre echó a correr por la habitación gritando como un loco. Buscaba sin éxito una salida por donde huir. Isabel comprendió, al fin, que aquel desdichado no podía ser otro más que el diablo en persona y no se asombró al verle salir, lanzando un agudo silbido, por el agujero de la cerradura.
Pero la Madre Barrabás, que era muy astuta, había colocado al otro lado de la puerta una gran cacerola y de este modo, cazó en una trampa al pillo. Cerró el recipiente con presteza y así el rey del Infierno, pese a todas sus protestas, aullidos e improperios, quedó prisionero.
La vieja escondió la cacerola en la alacena y a partir de ese momento Satanás no molestó a los hombres. En ese entonces reinaron la dicha y la paz sobre la tierra. No había odio, engaño ni envidia. El mal había desaparecido.
Isabel encontró después un esposo cariñoso y fiel con quien vivía en una cómoda y linda casita. Ya no era enemiga de la escoba ni de la aguja. Trabajaba desde la mañana hasta la noche.
Un día, la Madre Barrabás salió de casa para visitar a su hija. Y rogó a su sobrino Juan, que era soldado, que cuidara la casa por ella.
-Solo te encargo una cosa: no destapes la cacerola que está guardada en la alacena.
-La curiosidad no es un defecto en mí, querida tía. Vete tranquila, no tocaré nada.
Pero al quedarse solo Juan, oyó una vocecilla débil e implorante que decía:
-¡Libérame, por favor! ¡Soy tan desdichado…!
¿Quién gritaba así? El soldado escudriñó en todos los rincones de la casa.
-¡Libérame, libérame!
Era algo realmente misterioso. ¿De dónde venía aquella vocecilla? El soldado instantáneamente olvidó la indicación de la Madre Barrabás. Abrió la alacena, tomó la cacerola y, no sin esfuerzo, levantó la pesada tapadera de hierro.
De la peculiar prisión, salió de un brinco el mismísimo diablo. ¡Pero qué escuálido estaba, el infeliz! Y sin dar siquiera las gracias a Juan, quien le miraba boquiabierto, huyó como un relámpago. E inmediatamente llovieron sobre la tierra los males que hacen tan triste la vida de los hombres: soberbia, odio, engaño, envidia, entre otros tantos.
Al saber de la fuga de su prisionero, la Madre Barrabás se entregó a la más violenta desesperación. Lloró, se arrancó los cabellos y golpeó con la escoba al soldado. En su desesperación, la desgraciada murió.
Una vez muerta, fue a tocar a las puertas del Infierno.
-¿Quién es? – preguntó el portero de aquél tétrico lugar.
-Soy la suegra del diablo, la Madre Barrabás, que pide entrar.
¡Maldición! – chilló Satán - . Cerrad puertas y ventanas; tapad los agujeros, todas las grietas. Esa bruja no debe poner los pies en mi reino. Su malicia trastornaría el mundo infernal. Que se vaya, que se vaya a otra parte.
Se oyó un gran estrépito; puertas cerrándose con estruendo, martillazos, cerrojos.
-¡Vaya, vaya! – dijo la Madre Barrabás, echándose a reír - . Se ve que Belcebú me teme.
La cosa le pareció divertida y, sin dejar de reír, fue a buscar un sitio en el Purgatorio.
Leyenda del folklor español
Adaptación de Itzel Escoto